Oct 07, 2019TrochandoDerechos Humanos

Trochando Sin Fronteras, Edición 40 Agosto – Octubre de 2019

Por: Vivian Frye Cifuentes – Fundación BAKIA

A la violencia se le corrieron los cálculos y por fortuna también se le salvaron las esperanzas.

Por allá en 1997 apenas empezaban los podridos hechos, que darían el gozoso fruto de las zonas humanitarias, los consejos comunitarios y los resguardos indígenas. Fue exactamente en las cuencas del río Cacarica, donde las evidentes alianzas entre los proyectos agroindustriales y Fuerzas Militares provocaron el derramamiento de sangre por la macro siembra de palma aceitera en el territorio; la famosa palma africana sembrada en Colombia que imprevistamente apareció por montones, después de que la operación Génesis y Cacarica estuvieron escabrosamente puestas en marcha. Pero aquí en la verdosa tierra chocoana, más allá de la violencia y la codicia, existe una comunidad que resiste con cuerpo y con alma, como si de un montón de siembras de palma empezarán a brotar los plátanos más impetuosos del mundo.

A punta de sangre y tierra, el Bajo Atrato vio nacer la unión y la potencia de etnias que hoy resisten, y han resistido, defendiendo sus territorios, es decir: no solo la tierra sino sus costumbres, sus cantos, siembras y bailes. No solo sus tierras, con ellas la dignidad de los que murieron defendiéndola y de quienes hoy resisten ocupándola, no solo sus tierras sino también sus formas únicas y admirables de habitarla. Desde los años 2000 en las cuencas de los ríos Jiguamiandó y Curvaradó, cuando una comunidad afro habita un territorio, se ven casas flotantes, pero de madera que flota y se impone firme en el suelo, también se ven muchos niñas y niños que van a rústicas, pero vigorosas escuelas y cuya sonrisa resplandece como la luna en los anchos ríos afluentes del Atrato.

En las cuencas de estos ríos, desde el año 2001, con madera han forjado toda la infraestructura para su comunidad, desde el transporte hasta la vivienda y los utensilios de cocina, todo o casi todo de los troncos que brotan de esta tierra firme, madera firme y fuerte como todos los habitantes de estas comunidades, que entre la madera, aún hecha árbol, se resguardaron del miedo, el paramilitarismo y la industria palmera; actores que a precio de sangre y expropiación han creado los grandes monstruos que afectan a todas las comunidades del Bajo Atrato y al país. 19 años después, aunque se ve resistir el latiente corazón de las comunidades, el panorama de la violencia y la desigualdad no desaparece, incluso pareciera que esta vez no quisiera solo la tierra, además quiere las sonrisas que asombrosamente brotan por aquí en el ancho río Atrato, las sonrisas de los pueblos que valen más que cualquier mineral de esta rica zona, que desde hoy y hace mucho, las industrias palmeras y mineras azotan.

La sonrisa y la fortaleza, primeras características de las comunidades de esta parte del Chocó biogeográfico, zonas altamente “ricas” con comunidades empobrecidas, empobrecidas por la industria y el abandono estatal, pero altamente ricas en resistencia, procesos organizativos y lucha popular. Al Chocó hay que verlo con esa intolerable dualidad, por un lado, del camino plátano y arroz que alimentan a toda la comunidad, pero en la otra orilla, como quien quiere infestar el río, intereses industriales, palmeros y mineros, que pretenden acabar no solo con los territorios en resistencia sino con toda su inmensa diversidad. Este Chocó ecológico infinitamente rico, pero tan intencionalmente empobrecido, este Chocó nuestro, motivo de tanta palabra suelta que desconoce lo rica que es esta tierra, no por sus riquezas potencialmente industriales, sino por sus habitantes, defensores aguerridos de sus tierras.